Fotografía: Especial
Desde las primeras horas del 2 de noviembre, el panteón municipal de Pachuca comenzó a llenarse de movimiento. Decenas de familias arribaron con flores en mano, cubetas, bolsas y todo lo necesario para adornar las tumbas de sus seres queridos.
El sonido de las escobas barriendo la tierra, el agua corriendo sobre las lápidas y el murmullo de la gente daban vida a un escenario que, por un día, se convierte en punto de reencuentro entre vivos y muertos.
Por los pasillos, se podían ver ramos de cempasúchil apilados, coronas coloridas y pequeños arreglos con veladoras.
El intenso aroma de la flor inundaba el ambiente, mezclándose con el polvo y el incienso que algunos encendían para acompañar su visita.
Las tumbas se cubrían poco a poco de tonos naranjas y amarillos, transformando el panteón en un jardín lleno de luz y simbolismo.
Algunos llevaron bancos para poder sentarse un momento frente a la tumba, otros se quedaron de pie limpiando y colocando flores con paciencia.
Varias familias colocaron bocinas para reproducir música, llenando el aire de melodías que rompían el silencio habitual del lugar.
También hubo quienes llevaron comida, extendieron manteles y compartieron los platillos que alguna vez disfrutaron junto a quienes hoy descansan ahí.
El calor del día no impidió que la gente continuara llegando. El panteón se convirtió en un espacio de convivencia, donde el respeto y la nostalgia se entrelazaron con la alegría y la costumbre.
Entre flores, fotografías y velas, cada tumba contaba una historia, cada altar reflejaba el cariño y la memoria de una familia que no olvida.
Así, entre el olor del cempasúchil, el brillo de las velas y el sonido de las canciones, el panteón municipal se llenó de vida.
Un lugar que por unas horas dejó atrás su silencio para transformarse en el corazón de una tradición que celebra la memoria y reafirma que el amor trasciende el tiempo y la muerte.
KNM