El fusilamiento del Chopas

 

El 8 de diciembre de 1925 corrió como reguero de pólvora la noticia de que en las faldas del cerro de Cuixi, había sido encontrado el cadáver de una niña, horriblemente destrozado a puñaladas.

Al llegar al lugar de los hechos Enrique Cantero, director de la Policía, encontró las ensangrentadas ropas de la menor alrededor del cuerpecito, cosido a puñaladas, minutos después arribó al sitio Leonila Bustos, sólo para descubrir que se trataba de su hija.

Tras autorizar la entrega del cuerpo a sus familiares, Cantero que mucho sabía de la conducta homicida, notó la remoción reciente de tierra muy cerca del cuerpo de la niña, lo que le bastó para desenterrarla, al tiempo de que descubría diversas huellas, pisadas y otros elementos que mucho le servirían para hallar al culpable.

Después de interrogar a los padres de la víctima y a varios vecinos y amigos de la familia, se logró concluir que el homicida había sido el “Chopas” quien había abandonado su vivienda el mismo día de los hechos, y como se decía, se fue “pal Rial” (sic) donde fue contratado laborando en la mina de Dificultad, sitio en el que fue aprehendido a mediados de junio de 1926.

El juicio fue rápido, el “Chopas” terminó por confesar su crimen: lleno de remordimientos, señaló que llevaba muchas noches sin dormir y sus nervios desechos lo delataron. Señaló que aquel día estaba muy borracho y al dirigirse a su jacal vio a la menor sola, por lo que decidió poseerla, pero como se resistiera, le dio “muncho coraji y pus la piqué hasta cansarmi” (sic). La sentencia fue desde luego como se acostumbraba entonces, la pena de muerte, por lo que se ordenó se le fusilara cerca del lugar donde consumó su fechoría.

El 16 de julio, día de la ejecución, fue sacado el Chopas de la prisión, en medio de un piquete de soldados y una docena de tambores que anunciaban la ejecución, un inmenso número de personas siguió aquel peculiar cortejo, que atravesó las céntricas calles de Pachuca, hasta llegar a las faldas del cerro del “Cuixi”. El criminal iba a ser ejecutado en el mismo sitio en donde cometió el crimen. Cuando llegó al lugar, iba tan delicado que dos personas le sostenían de los brazos.

Se le colocó de rodillas frente a un paredón, se le vendaron los ojos, se formó el cuadro de soldados y a la voz de “¡Fuego!” aquel infeliz rodó por el suelo, bañado en sangre. La ejecución fue presenciada por una multitud que quedó terriblemente impresionada y de aquel hecho se imprimieron cientos de ejemplares en las coloridas hojas que difundía don Antonio Vanegas Arroyo una de las cuales ilustra esta entrega.

 

 

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SJA